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Aquí estoy otra vez con mis empanadas mentales. Que sí, que ya sé que me pongo pesada, pero pasarse la vida en Twitter es lo que tiene. El tema de hoy me lleva dando vueltas a la cabeza desde que se anunció el fichaje de Ben Affleck como próximo Batman y provocó algo así como el Apocalipsis tuitero-comiquero-cinéfago. Hordas y hordas de enfurecidos cruzados del tuit (muchos de los cuales, aventuro, no han leído un cómic de Batman en su vida, aunque eso es otra historia) llamaron de todo menos guapo al pobre Affleck, y hasta hubo una personita por ahí que tuvo la brillante idea de abrir una petición en Change.org para que Warner retirase el papel de manos del actor. Dejando a un lado lo lamentable del hecho de utilizar una herramienta como Change para protestar porque un actor no te gusta, no dejaba de ser una muestra más de las pataletas de esos ¿simpáticos? personajillos llamados haters.

Ben Affleck: Heraldo del Apocalipsis tuitero

Ben Affleck: Heraldo del Apocalipsis tuitero

Haters los hay de todos los tamaños, colores y formas, de cualquier cosa que pueda existir, en cualquier medio que nos podamos imaginar. A veces lo son por mero borreguismo (si algo le gusta a todo el mundo, tiene que ser una mierda), a veces porque es lo que les han enseñado (mirad lo que pasa entre los fans acérrimos de Marvel y DC, y de eso sé un rato), y a veces porque el exceso de hype combinado con algo de poca calidad alimenta cabreos gigantescos (te estoy mirando a ti, final de Perdidos). En cualquier caso, no es una actitud precisamente madura, aunque todos incurramos en ella en mayor o menor medida y de forma más o menos subconsciente. Si lo pensamos, la forma en que se vende el mundo del fandom, sea cinematográfico, comiquero o en el mundo de los videojuegos, alimenta ese tipo de actitudes y se nutre de ellas. Si no hay nadie que te odie apasionadamente, es que no vale la pena fijarse en ti; no levantar amores y odios es símbolo de mediocridad, al menos en un mundo tan competitivo como el del entretenimiento de masas.

Sin embargo, al calor de los haters, ha nacido otra gama de personajes que, personalmente, me molestan igual o más: los contra-haters, o, como yo los llamo, los cruzados de las causas perdidas. Esos quijotes que salen a defender valientemente a las pobres estrellas de Hollywood que sufren en sus carnes las iras de los injustos. El caso de Ben Affleck, al igual que el de Sandra Bullock en Gravity, los ha hecho salir a la luz en sus brillantes armaduras. Que es, con perdón, igual de triste. Evidentemente, no hay motivo alguno para odiar con tanta intensidad a alguien porque sí. Alguien comentaba el otro día que «no conocéis a Sandra Bullock, no tenéis motivos para que os caiga mal». Cierto. Igual de cierto que, al no conocerla, tampoco tengo motivos para que me caiga bien. Es una actriz. Punto. Y como tal, no hay motivos concretos para que caiga bien o mal, depende de cada persona y de sus gustos o carácter. Sandra Bullock, como Ben Affleck o como todos sus compañeros de profesión, es un producto. No me malinterpretéis, ya sé que son personas, pero cuando estrenan una película, son un producto más, un aliciente más con que venderla. De hecho, son el producto estrella de sus respectivas películas, porque normalmente es su imagen la que sirve para vender entradas. Y como producto que son, tengo todo el derecho del mundo a que me gusten o no.  (más…)

Hoy quiero compartir una reflexión de esas que me vienen de cuando en cuando, aunque no tenga mucho que ver con la temática habitual del blog. A tenor del éxito (uno presente, otro futuro) de dos películas de autor, europeas y eminentemente «festivaleras», una no puede más que ponerse a darle vueltas al tema. Me refiero a La vie d’Adèle (o Blue is the Warmest Color, en su título anglosajón), de Abdellatif Kechiche, y a Nymphomaniac, de Lars von Trier. Una se llevó la Palma de Oro en Cannes. La otra, aunque no se estrenará en festivales, apunta por todas partes a halagos y premios de la crítica (y el público) más… intelectual (antes de que nadie diga que me estoy burlando de algún colectivo de espectadores en particular: el que se pica, ajos come). Sólo hay que ver algunas webs de cine, o entrar en Twitter, para ver la expectación que está creando la película de Von Trier.

La duda que se me plantea (porque soy un poco mosca cojonera), es hasta qué punto el éxito de la primera, y el futuro éxito -o al menos el hype– de la segunda están motivadas por la calidad de las obras, y no por motivos, digamos, más mundanos. Antes de empezar, y como, por motivos obvios, no he visto ninguna de las dos, quiero dejar claro que NO CUESTIONO LA CALIDAD DE LAS PELÍCULAS. Es evidente que para decidir si son buenas o malas, primero tendría que haberlas visto. Ya sé que es ponerse la venda antes de las pedradas, pero es que me las veo venir. Vamos a ello.

Hace unos tres meses, La vie d’Adèle arrasó con todos los elogios de la crítica del Festival de Cannes. Ganó el premio FIPRESCI, así como la Palma de Oro, que por primera vez se entregó también a las actrices protagonistas, Léa Seydoux y la debutante Adèle Exarchopoulos (esto último no tengo muy claro por qué, a ver si algún amigo entendido en festivales de cine me lo aclara). Las ovaciones, por lo que cuentan los que estuvieron en el festival, fueron de órdago. Además, siendo una historia de amor lésbica, supuso un (merecidísimo) bofetón a los que, esos mismos días, se manifestaban en las calles de París en contra del matrimonio homosexual. Hasta ahí, genial. Tres hurras por Kechiche, Seydoux y Exarchopoulos.

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